miércoles, 1 de abril de 2009

LECTURA. DÍA INTERNACIONAL DEL LIBRO INFANTIL. 2 de abril. MÁS CUENTOS

Más cuentos:

EL HOMBRE DEL SACO
(Anónimo español)

Había un matrimonio que tenía tres hijas y, como las tres eran buenas y trabajadoras, les regalaron un anillo de oro a cada una para que lo lucieran como una prenda. Y un buen día, las tres hermanas se reunieron con sus amigas y, pensando qué hacer, se dijeron unas a otras: -Pues hoy vamos a ir a la fuente.
Que era una fuente que quedaba a las afueras del pueblo. Entonces, la más pequeña de las hermanas, que era cojita, le preguntó a su madre si podía ir a la fuente con las demás; y le dijo la madre: -No, hija mía, no vaya a ser que venga el hombre del saco y, como eres cojita, te alcance y te agarre.
Pero la niña insistió tanto que al fin su madre le dijo: -Bueno, pues anda, vete con ellas.
Y allá se fueron todas. La cojita llevó además un cesto de ropa para lavar y, al ponerse a lavar, se quitó el anillo y lo dejó en una piedra. En esto, que estaban alegremente jugando en torno a la fuente cuando, de pronto, vieron venir al hombre del saco y se dijeron unas a otras: -Corramos, por Dios, que ahí viene el hombre del saco para llevarnos a todas-, y salieron corriendo a todo correr.
La cojita también corría con ellas, pero, como era cojita, se fue retrasando; y todavía corría para alcanzarlas cuando se acordó de que había dejado su anillo en la fuente. Entonces miró para atrás y, como no veía al hombre del saco, volvió a recuperar su anillo; buscó la piedra, pero el anillo ya no estaba en ella y empezó a mirar por aquí y por allá para ver si había caído en alguna parte.
Entonces apareció junto a la fuente un viejo que no había visto nunca antes, y le dijo la cojita: -¿Ha visto usted por aquí un anillo de oro?
Y el viejo le contestó: -Sí, que en el fondo de este costal está y ahí lo has de encontrar.
Conque la cojita se metió en el costal a buscarlo sin sospechar nada y el viejo, que era el hombre del saco, en cuanto ella se metió dentro cerró el costal, se lo echó a las espaldas con la niña guardada y se marchó camino adelante, pero, en vez de ir hacia el pueblo de la niña, tomó otro camino y se marchó a un pueblo distinto. E iba el viejo de lugar en lugar buscándose la vida, así que por el camino le dijo a la niña: -Cuando yo te diga: "Canta, saco, o te doy un sopapo", tienes que cantar dentro del saco.
Y ella contestó que bueno, que lo haría así. Y fueron de pueblo en pueblo, y allí donde iban el viejo reunía a los vecinos y decía:
-Canta, saco, o te doy un sopapo.
Y la niña cantaba desde el saco:

"Por un anillo de oro

que en la fuente me dejé,

estoy metida en el saco,

y en el saco moriré.

Y el saco que cantaba era la admiración de la gente y le echaban monedas o le daban comida. En esto que el viejo llegó con su carga a una casa donde era conocida la niña y él no lo sabía; y, como de costumbre, posó el saco en el suelo delante de la concurrencia y dijo:
-Canta, saco, o te doy un sopapo.
Y la niña cantó:

Por un anillo de oro

que en la fuente me dejé

estoy metida en el saco

y en el saco moriré.

Así que oyeron en la casa la voz de la niña, corrieron a llamar a sus hermanas y éstas vinieron y conocieron la voz, y entonces le dijeron al viejo que ellas le daban posada aquella noche en la casa de sus padres; y el viejo, pensando en cenar de balde y dormir en cama, se fue con ellas.
Conque llegó el viejo a la casa y le pusieron la cena, pero no había vino en la casa y le dijeron al viejo: -Ahí al lado hay una taberna donde venden buen vino; si usted nos hace el favor, vaya a comprar el vino con este dinero que le damos mientras terminamos de preparar la cena. Y el viejo, que vio las monedas, se apresuró a ir por el vino, pensando en la buena limosna que recibiría.
Cuando el viejo se fue, los padres sacaron a la niña del saco, que les contó todo lo que le había sucedido, y luego la guardaron en la habitación de las hermanas para que el viejo no la viera. Y, después, cogieron un perro y un gato y los metieron en el saco en lugar de la niña.Al poco rato volvió el viejo, que comió y bebió y después se acostó. Al día siguiente, el viejo se levantó, tomó su limosna y salió camino de otro pueblo. Cuando llegó al otro pueblo, reunió a la gente y anunció, como de costumbre, que llevaba consigo un saco que cantaba y, lo mismo que otras veces, se formó un corro de gente y recogió unas monedas, y luego dijo: -Canta, saco, o te doy un sopapo.
Mas hete aquí que el saco no cantaba y el viejo insistió:
-Canta, saco, o te doy un sopapo.
Y el saco seguía sin cantar, y ya la gente empezaba a reírse de él y también a amenazarle. Por tercera vez insistió el viejo, que ya estaba más que escamado y pensando hacer un buen escarmiento con la cojita si ésta no abría la boca: -¡Canta, saco, o te doy un sopapo!
Y el saco no cantó.
Así que el viejo, furioso, la emprendió a golpes y patadas con el saco para que cantase, pero sucedió que, al sentir los golpes, el gato y el perro se enfurecieron, maullando y ladrando, y el viejo abrió el saco para ver qué era lo que pasaba y entonces el perro y el gato saltaron fuera del saco. Y el perro le dio un mordisco en las narices que se las arrancó, y el gato le llenó la cara de arañazos y la gente del pueblo, pensando que se había querido burlar de ellos, le midieron las costillas con palos y varas y salió tan magullado que todavía hoy lo andan curando.Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.


EL BOSQUE DE LOS CUENTOS
(Anónimo suizo)

Érase una vez una pequeña chiquilla, que importunaba a toda la gente para que le contaran un cuento. Importunaba a su madre, a su abuela, a su tía. Quienquiera que encontrara en su camino tenía que contarle un cuento. Pero no todos se sentían dispuestos a ello. Todos se deshacían del pequeño espíritu importunador.
Entonces se encaminó la niña tristemente hacia el bosque. Por fortuna, se extendía éste muy cerca, junto a la casa.
En el bosque se encontró con el cuclillo, que estaba sentado sobre una rama y gritaba: -¡Cu-cú! ¡Cu-cú!
-¿Por qué cantas siempre la misma canción? -dijo la muchacha-. ¡Explícame más bien un cuento!
Entonces le contó el cuclillo la historia de cómo pone el huevo. El cuco lo lleva en el pico por el aire y lo coloca en un nido extraño. De este huevo sale luego un pequeño pájaro, que crece y crece, y se hace por último mayor que los pajaritos que le alimentan. Pronto se hace el nido demasiado pequeño para el cuclillo. Entonces, arroja éste fuera del nido a todos los pequeños pajaritos, crecidos con él en el mismo nido. Pero el buen espíritu del bosque, que lo había visto todo, dijo: "Como castigo, no habrás de vivir tú nunca en un nido propio. Tus huevos habrás de llevarlos siempre en el pico por el aire, y tus hijos deberán clamar durante todo su vida por su madre perdida: ¡Cu-cú! ¡Cu-cú!"
El pájaro chilló.
-¿Es esto un cuento o una historia verdadera? -preguntó la niña.
-¡Cu-cú! ¡Cu-cú! -se oyó a lo lejos.
Entonces no supo la niña qué pensar, y penetró más profundamente en el bosque.
Así caminando, llegó hasta los sombríos abetos. Bajo sus pies crujía una alfombra de millones de pardas agujas. En lo alto rumoreaba el viento, entre las verdes copas de los altivos abetos gigantes. Pero junto a ellos se alzaban tres pequeños abetos en la oscuridad, los cuales no tenían una sola ramita verde.
-¿Por qué llevan un vestido tan pardo de luto? ¡Oh, explíquenme la historia de ustedes! -rogó la pequeña.
Entonces tomó la palabra el mayor de los tres jóvenes abetos y dijo:
-Nosotros somos los más jóvenes abetos de este bosque, y queríamos levantarnos juntos los tres hacia el sol, pues habíamos oído decir que era hermoso y bueno, y que era un rey. Así pues, nos pusimos nuestros vestidos de fiesta y extendimos los brazos; pero nuestros hermanos mayores nos cerraron el camino.
"-¡A nosotros nos pertenece el Sol! -dijeron ellos-. Nosotros somos más grandes y hermosos que ustedes. Deberían avergonzarse. ¡Ocúltense!
"Orgullosos, se elevaron ellos cada vez más altos, más altos, hasta que llegaron al Sol. Entonces celebraron una fiesta e invitaron a todos los pájaros cantores del bosque.
"-¡Hágannos también un poco de sitio! -rogábamos nosotros cada día.
"No pretendíamos más que ver solamente el manto del rey Sol; pero nuestros hermanos mayores extendían rumoreando sus vestidos y nos ocultaban, para que el Sol no pudiera encontrarnos. Entonces, dejamos caer nosotros el vestido verde de fiesta y nos vestimos de pardo luto. Este luto lo conservaremos nosotros hasta nuestra muerte, que bien pronto habrá de venir."
Entonces preguntó la niña:
-¿Es esto un cuento o una historia verdadera?
Los tres pequeños abetos guardaron silencio, pero dejaron caer sus agujas, y con esto pareció como si lloraran.
La pequeña muchacha fue a buscar una azada y arrancó con ella, uno después de otro, a los pequeños abetos y los plantó de nuevo en el borde del bosque. Buscó luego agua del manantial y les dio de beber. El Sol se asustó cuando vio a las tres criaturas del bosque con su vestidito de luto. Las acarició con sus rayos y las consoló:
-Pronto tendrán mejor aspecto. Mis rayos tejerán para ustedes el más hermoso vestido de fiesta, y yo estaré al lado de ustedes desde la mañana hasta el anochecer.
Siguió entonces la pequeña muchacha su camino. El sendero del bosque corría recto, y no parecía tener fin.
De repente, sintió la niña un escalofrío en las espaldas; en medio del camino yacía una pequeña ardilla que agonizaba a causa de una herida en el cuello.
-¿Por qué has muerto tú? -preguntó la niña-. Te hubiera rogado tan a gusto que me contaras un cuento...
Entonces empezó a hablar la roja sangre.
-Allí arriba, entre el verde reino de las hojas, hay una casita redonda. En ella vive una madre con sus cinco hijos. "No salgan hasta que esté yo de nuevo en casa", dijo la madre cuando salió en busca de alimento para sus pequeños. Cuatro de ellos supieron obedecer. El quinto, sin embargo, miraba continuamente por la puerta redonda. Cien mil hojas lo saludaban y le susurraban: "¡Sal! Te contaremos un cuento". Entonces salió afuera la pequeña ardilla. Escuchó y escuchó, tan pronto en éste como en aquel árbol, y finalmente quiso marcharse al bosque vecino. Pero en medio del camino fue víctima del pérfido ladrón. "¡Madre!", gritó todavía; pero la madre estaba muy lejos y no podía oírla. Entonces cerró la pequeña ardilla los ojos.
-¿Es esto un cuento o una verdadera historia? -preguntó la niña.
La sangre calló, y la muchacha contempló tristemente al pequeño animalito muerto.
-¡Madre! -gritó de repente la niña, y rompió a llorar.
Luego, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Corrió hasta perder el aliento, hasta que se encontró de nuevo en casa, abrazada a su madre.
A la mañana siguiente salió, sin embargo, de nuevo al bosque y así cada día; pues allí le explicaban cuentos todas las cosas. ¿O eran tal vez historias verdaderas? La pequeña muchacha no lo sabía, pero las escuchaba a gusto por su vida.


JUAN BOBO
(Anónimo español)

Había un muchacho al que llamaban Juan Bobo.
Como no le gustaba que le llamaran Juan Bobo, un día mató un buey para invitar a todos a una comida y, de resultas de eso, le llamaron Juan Bobazo.
En vista de lo cual, cogió Juan Bobo la piel y se fue a venderla a Madrid. Cuando llegó a Madrid, hacía tanto calor que se echó al pie de un árbol y se tapó con la piel. Y sucedió que vino un cuervo a picarle la piel mientras echaba la siesta, y Juan Bobo lo atrapó y se lo guardó. Luego, fue y vendió la piel por siete duros.
Y después de todo esto, llegó a la fonda y encargó comida para dos.
Entonces Juan Bobo fue y puso tres duros disimulados junto a la puerta principal, y lo mismo hizo en la escalera con otros dos duros, y lo mismo otra vez al final de la escalera. Hecho esto, se sentó a una mesa y esperó a que le sirvieran; pero no le atendían porque creían que esperaba a su compañero.
Al fin se cansó de esperar y dijo:
-¿Es que no me van a poner la comida?
Y le respondieron que estaban esperando a que llegara su compañero para servirle. Y dijo él:
-Mi compañero es este cuervo.
Los posaderos, intrigados, le preguntaron:
-¿Y qué oficio tiene el animal?
-Es adivinador -dijo Juan Bobo-, y adivina todo lo que ustedes quieran saber.
Entonces le pidieron que adivinase algo y Juan Bobo le pasó la mano por el cuerpo de la cabeza a la cola y el cuervo dijo: «¡Graó!».
-¿Qué es lo que ha dicho? -dijo la posadera.
-Ha dicho -contestó Juan Bobo- que en la puerta principal hay tres duros.
La posadera fue y rebuscó por la puerta hasta que encontró los tres duros y, maravillada, volvió y le dijo a Juan Bobo:
-Véndame usted el cuervo.
Pero Juan Bobo, sin contestar, volvió a pasar la mano por encima del cuerpo y éste dijo: «¡Graó!».
-¿Y ahora? -preguntó la posadera-. ¿Qué es lo que ha dicho ahora?
-Ha dicho -contestó Juan Bobo-que en el descansillo de la escalera hay dos duros.
Allá se fue la posadera y los encontró en seguida.
Y volvió de inmediato, aún más maravillada, y le dijo que tenía que venderle el cuervo. Pero Juan Bobo, sin decir nada, volvió a pasar la mano por el animal y éste volvió a decir: «¡Graó!».
La posadera quiso saber qué había dicho esta vez y Juan Bobo le contestó que eso quería decir que al final de la escalera había dos duros más. Y, como fuera y los encontrara, la posadera le dijo:
-Pues me tiene usted que vender ese cuervo, que yo le daré por él lo que usted quiera. Juan Bobo le dijo que se lo vendía por cinco mil pesetas; y dicho y hecho: se las metió en la bolsa, dejó allí al cuervo y se volvió para su pueblo. Conque llegó al pueblo y mandó avisar a todo el mundo y, cuando estuvieron presentes, llamó a su mujer y le dijo que extendiera su delantal y en él echó las cinco mil pesetas, diciendo que eso había sacado de vender la piel del buey en Madrid.
Todos los vecinos, al ver esto, mataron sus bueyes, les sacaron las pieles y se fueron a Madrid a venderlas y resultó que, tras haberlas vendido, apenas si les dio para pagarse el viaje. Y todos volvieron muy enfadados al pueblo diciendo que iban a matar a Juan Bobo. No le mataron, pero se metieron en su casa y se la cagaron toda de arriba abajo. Al día siguiente, Juan Bobo fue y reunió toda la mierda en un saco y se fue a Madrid para venderla.
Llegó y dejó el saco en el patio de un establecimiento, mientras se iba a cumplir otra diligencia y, mientras tanto, entró una piara de cerdos en el patio y se comieron toda la mierda. Cuando Juan Bobo volvió, les dijo a los amos que sus cerdos se le habían comido todo lo del saco y que aquello valía mucho, y ya estaban por pasar a mayores cuando, por una mediación, se avino a aceptar cinco mil pesetas por la pérdida del saco y se volvió al pueblo.
Conque llegó al pueblo y mandó tocar las campanas para que viniera todo el mundo y, así que estuvieron todos presentes, volvió a llamar a su mujer y volvió a echar en su delantal las cinco mil pesetas, diciendo que aquello había sacado del saco de mierda en Madrid.
Todos los vecinos, al ver esto, reunieron toda la mierda que pudieron encontrar, la cargaron en sacos y se fueron a Madrid a venderla. E iban por las calles pregonando que quién quería comprar mierda hasta que unos guardias los detuvieron y les dieron una buena paliza. Y todos volvieron al pueblo jurando vengarse de Juan Bobo.
Juan Bobo se escondió para que no le hallaran, y entonces los vecinos decidieron quemarle la casa. Entonces, Juan Bobo recogió las cenizas y anunció que se iba a venderlas a Madrid. Nada más llegar, fue a un joyero a comprarle unas alhajas y las puso en la boca del saco mezcladas con la ceniza y se sentó en un banco; en esto pasó un señor y le dijo:
-¿Qué es lo que lleva usted ahí en ese saco?
Y Juan Bobo le dijo que llevaba muchas alhajas metidas entre la ceniza para que no se le echaran a perder.
Y el señor le compró el saco por cinco mil pesetas.
Total, que volvió al pueblo, reunió a todos y echó otras cinco mil pesetas en el delantal de su mujer, diciendo que eso le habían dado en Madrid por las cenizas.
Entonces los vecinos fueron, quemaron sus casas y se marcharon a Madrid para vender las cenizas; y, como no vendieron nada, se volvieron todos diciéndose que esta vez matarían a Juan Bobo.
Le cogieron y le metieron en un saco con la intención de tirarle al río. Y, como tenían otras cosas que hacer, ataron el saco a un árbol cerca de la orilla con la idea de volver a tirarle al río apenas terminasen sus tareas. Y allí donde quedó atado y dentro del saco, Juan Bobo empezó a gritar:
-¡Que no me caso con ella! ¡Aunque sea rica y princesa yo no me caso con ella!
Acertó a pasar por allí un pastor con su rebaño y al oír las voces de Juan Bobo le dijo que él sí que se casaría con una princesa guapa y rica, y entonces Juan Bobo le dijo que allí estaba esperando a que lo llevasen con la princesa y le propuso cambiar de lugar. Así que el pastor desató a Juan Bobo y se metió él en el saco y Juan Bobo se marchó con las ovejas.
Volvieron los vecinos y echaron el saco al río. A la vuelta, se encontraron con Juan Bobo que venía con las ovejas y le dijeron:
-¡Pero, bueno! ¿A ti no te hemos echado al río? ¿De dónde vienes, entonces, con las ovejas?
Y les respondió Juan Bobo:
-Es que el río está lleno de ellas. Y si más hondo me llegáis a echar, más ovejas hubiera encontrado.
Los vecinos que lo oyeron volvieron al río y empezaron a tirarse al agua, y cada vez que uno gorgoteaba al ahogarse los demás le decían a Juan Bobo:
-¿Qué dice? ¿Qué dice?
Y Juan Bobo les contestaba:
-Que os tiréis, que hay muchas más ovejas.
Y todos se tiraron al río y murieron ahogados.


LA NIÑA DE LA CAJA DE CRISTAL
(Anónimo suizo)

En nuestro pueblo vivía una maravillosa y pequeña muchacha. Era tan delicada que su preocupada madre la encerró en una caja de cristal. Esta caja debía proteger a la niña del viento y de la lluvia, de la enfermedad y de todo peligro. Ni el menor polvillo podía tocar su blanco vestido, ninguna palabrota ofender su oído. La buena madre quería proteger a su hijita de toda la maldad del mundo.
La caja de cristal estaba montada sobre cuatro ruedas, y de esta manera se podía sacar también al jardín. En éste, la niña podía contemplar, a través de los cristales de su casita, las flores; alegrarse cuando los pájaros cantaban y los niños brincaban alegremente. Ella, en cambio, estaba sentada, inmóvil en su sillita; estaba delicada, y de día en día se volvía más pálida.
La madre no perdía de vista ni por un momento la caja de cristal. Pero un día tuvo que alejarse de la casa por un par de horas. Entonces, penetró por los cristales un pequeño duende y le dijo solamente:
-¡Jujui!
Como un latigazo sobre un caballo, este grito hizo estremecerse a la niña encerrada en la caja de cristal. Sus ojos se movieron a derecha e izquierda, hacia arriba y hacia abajo, y lo que vieron a su alrededor era alegría y vida.
Afuera reinaba el otoño, y el viento celebraba una fiesta. El viento invitó a ésta a cien mil huéspedes: a todas las hojas pardas, rojas y amarillas de los árboles.
-¡Vengan! -les gritó-. ¡Vamos a bailar!
Las hojas saltaron de las ramas y danzaron. Danzaban solas y en parejas, y danzaban también en grandes corros. Vinieron los niños de la calle y danzaron también alegres con ellas.
Entonces, la pequeña niña olvidó que estaba tan delicada que ningún viento ni lluvia ni polvo podían tocarla, ni podía oír ninguna palabrota. Sin poder contenerse, gritó:
-¡Espérenme, voy también con ustedes!
Pero las puertas de la casita de cristal estaban cerradas. Fue inútil que las sacudiera y tirara de ellas.
-¡Ábranme! -rogó la niña.
Al oír sus gritos, todos los niños cesaron de danzar y rodearon la pequeña casita de cristal; pero nadie la supo abrir pese a sus esfuerzos.
Entonces vino el viento. Éste no trató de levantar el pestillo. Sacudió e hizo estremecer toda la casita de vidrio. Y, finalmente, hizo sencillamente: ¡Plaf!, golpeando con sus fuertes puños contra los cristales. ¡Oh, cuán alegre sonó! La casita de cristal quedó rota, y la pequeña prisionera salió de un brinco de su interior.
¡Qué maravilloso era el aire allí afuera! ¡Y cuán grande y amplio era el mundo! Allí se podía danzar. Las hojas danzaban, los niños danzaban. Los delantales y las faldas y las cabelleras danzaban, y, más alegre que ninguno, danzaba también el corazón de la niña. El viento silbaba una cancioncilla, y los niños gritaban jubilosos de alegría.
De repente, apareció la madre. Al ver a la niña fuera de la casita, juntando las manos, derramó grandes lágrimas. Temía que ahora se enfermara la delicada niña... y moriría.
Pero la niña no se puso enferma ni tuvo tampoco que morir. Sus mejillas se colorearon, brillaron más claros sus ojos, y toda ella floreció y se hizo cada día más bella.
-¡Jujui! -rió el diablillo, mientras la madre recogía los pedacitos de cristal.
Luego saltó a horcajadas sobre el viento, y éste se lo llevó consigo. ¿Adónde? Esto no lo he sabido yo nunca, pues en su gran prisa se olvidó de contármelo.

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