miércoles, 23 de septiembre de 2009

LECTURA. "Una mesa es una mesa", cuento de Peter Bichsel


UNA MESA ES UNA MESA



Quiero contarles la historia de un hombre ya viejito, a quien no se le escucha hablar, y cuyo rostro denota mucho cansancio, tanto que no es capaz ni de reírse ni de enojarse. Vive en una ciudad peque­ña, al final de la calle, justamente en el cruce de las carreteras. Apenas si resulta interesante descri­birlo, porque es un hombre semejante al resto. Usa un sombrero gris, una chaqueta gris, pantalones del mismo color y en invierno un sobretodo gris, y tiene un cuello tan delgado y huesudo que todas las camisas le quedan demasiado grandes.
Su cuarto está en la parte alta de una casa; quizá haya estado casado, haya tenido niños y es probable que alguna vez residiera en otra ciudad. Sin duda, en algún momento de la vida ha sido niño, pero eso fue cuando a los chicos se los vestía como a personas adultas. Si miran ustedes en el álbum de fotografías de sus abuelitas van a poder comprobar que esto es cierto. Tiene en su cuarto dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un armario. Sobre una mesita ha ubicado un reloj despertador, unos pe­riódicos viejos y el álbum de fotografías, y colgados de la pared hay un espejo y un cuadro.
Resulta que este viejito tenía por costumbre hacer un paseo por la mañana y otro por la tarde, hablaba unas pocas palabras con sus vecinos y al lle­gar la noche se sentaba a la mesa, en su habitación.
Su vida transcurría siempre igual, también los días domingo. Sentado a la mesa, lo único audible era el sonido del reloj, tictac, siempre el reloj con su tictac. Entonces hubo un día, un día muy especial, radiante de sol, ni demasiado caluroso ni tampoco muy frío, en que los pájaros cantaban, la gente son­reía y los chicos jugaban, y ese fue un día muy espe­cial porque el hombrecito sintió por vez primera que disfrutaba de todo aquello que veía.
Y sonrió.
"De ahora en adelante, todo será diferente", pensó para sí.
Se desabrochó el botón superior de la camisa, se quitó el sombrero, apuró el paso flexionando levemente las rodillas mientras caminaba, y se sintió in­mensamente feliz. Cuando estuvo cerca de su casa, saludó a los niños, subió las escaleras hasta su habitación, sacó las llaves del bolsillo sonriendo por el tintineo que hacían, y abrió la puerta del cuarto.
Pero allí nada había variado: la cama, las dos sillas, la mesa. Y cuando al sentarse volvió a escu­char el tictac del reloj, toda su alegría repentina se esfumó, pues todo estaba como antes.
Y realmente se enfadó. Al observarse en el es­pejo vio su cara tornarse roja de furia, los ojos achi­cársele, y apretando los puños los levantó descar­gando un mazazo sobre la mesa. Primero fue una vez, otra y, a continuación, sin cesar de gritar, la me­sa se transformó en una suerte de tambor por los golpes.
—¡Esto ha de cambiar! ¡Tiene que cambiar! —y sus gritos ahogaron momentáneamente el tictac del reloj.
Pero las manos comenzaron a dolerle, la voz se le debilitó y el ruido del reloj volvió a resonar: nada había cambiado.
—Todavía está la misma mesa, las mismas sillas, la misma cama, el mismo cuadro —dijo el viejo—. Y las llamo por sus nombres: la mesa es la mesa, el cuadro es el cuadro, y la cama es lo que se denomina una cama, así como una silla es una silla. Pero, ¿por qué? Para los franceses la cama es "li", la mesa es "tabl", un cuadro es un "tabló" y las sillas son "ches" y, sin embargo ellos se entienden perfectamente. Y también los chicos se entienden en­tre sí.
"¿Por qué entonces no se llama cuadro a la cama?", pensó de repente y se sonrió; luego se rió, tanto, tanto que sus vecinos le golpearon la pared gritándole "¡Silencio!".
—Bueno, de ahora en adelante todo cambiará —gri­tó, y desde ese momento comenzó a denominar cua­dro a la cama.
—Estoy cansado, me parece que me voy al cuadro —dijo. Y ahora por las mañanas se quedaba a menudo un largo rato tendido en el cuadro, y pen­saba cómo iba a llamar a la silla, y finalmente deci­dió que silla iba a ser "reloj".
De modo que se levantó, se vistió, se sentó en el reloj y apoyó sus codos en la mesa. Sólo que ahora la mesa ya no era más una mesa, pues la ha­bía nombrado "alfombra". O sea que a la mañana saltaba del cuadro, se sentaba en el reloj y se apoyaba en la alfombra, pensando intensamente qué nombre daría a las demás cosas que lo rodeaban.
La cama ahora se llamaba Cuadro.
La silla era un Reloj.
La mesa, una Alfombra.
El periódico era ahora la Cama.
El espejo, una Silla.
El reloj, el Álbum de Fotografías.
El armario era el Periódico.
El cuadro era una Mesa.
Y el álbum era un Espejo.
Así ocurrió que por la mañana se quedaba lar­go rato en el cuadro; a la una del mediodía sonaba el álbum, el viejito se levantaba y se paraba sobre el armario para que no se le enfriaran los pies, luego tomaba las ropas del interior del periódico, se vestía, se miraba en la silla colgada de la pared, se sentaba luego sobre el reloj en la alfombra, y daba vueltas a las hojas del espejo, hasta que encontraba la mesa de su madre.
Quizás a ustedes les resulte muy cómico. Tam­bién a él le parecía así y por este motivo practicaba su nuevo vocabulario el día entero, para recordar muy bien las nuevas palabras que había estado aprendiendo. Ya en este momento todo tenía un nombre nuevo, él no era más un hombre sino que era un pie, y los pies eran una mañana y la mañana era un hombre.
Si a ustedes les agrada la idea del viejito, pue­den escribir el resto de esta historia por sí mismos. Y lo pueden hacer tal cual él lo hizo, intercambian­do las demás palabras entre sí.
Sonar significa poner.
Congelar significa mirar.
Acostarse significa sonar.
Levantarse significa congelar.
Ponerse la ropa significa dar vuelta las páginas.
O sea que ahora habría que leer así:
"En el hombre el viejo pie se quedaba sonando en el cuadro por largo rato, a las nueve horas el álbum estaba acostado, el pie se congelaba y daba vuelta las hojas del armario, para no poder ver las mañanas".
El viejito se había comprado unos cuadernos azules, completándolos con las nuevas palabras, y estaba tan ocupado con la tarea, que ya casi la gen­te se había olvidado de su existencia.
Una vez que hubo aprendido los nuevos nom­bres, se olvidó de los verdaderos nombres de las cosas. Ahora tenía un nuevo lenguaje que solamente él conocía; de cuando en cuando también soñaba en palabras de este nuevo idioma, y después de haber traducido todas las canciones infantiles que recorda­ba, las cantaba suavemente para sí mismo.
Pero pronto se le hizo difícil incluso traducir; como casi se había olvidado de la lengua original, se veía obligado a consultar el cuaderno de ejercicios en busca de las palabras correctas.
Y comenzó a tener miedo de hablar con la gente. Debía dedicar largo tiempo a recordar los nombres reales de las cosas.
La gente llamaba cama a su cuadro.
Y su alfombra era una mesa.
Y el reloj era una silla.
Y su cama, un periódico.
Y su silla, un espejo.
Y su álbum, un reloj.
Y su armario, una alfombra.
Y su mesa, un cuadro.
Y su espejo, un álbum.
Y había llegado a un extremo tal que al escuchar la charla de la gente tenía que reírse.
Y se reía simplemente porque la gente decía: "¿Vas a ir a presenciar el partido de fútbol maña­na?" O: "Ha estado lloviendo durante dos meses". O: "Tengo un tío en Norteamérica".
Se tenía que reír porque no entendía nada de lo que hablaban.
Pero esta no es una historia alegre.
Tuvo un comienzo triste y también un final triste.
El hombre viejito de chaqueta gris ya no podía en­tender a la gente que lo rodeaba, pero eso no era lo más grave. Mucho peor era que los demás ya no lo comprendían a él. Y esa fue la razón por la que nunca más habló.
Quedó mudo, hablando sólo para sí, y jamás pudo volver a decir siquiera "hola".


1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias, muchas gracias por este regalo. Cuando lo leí, en infancia, me impactó. Hoy lo encuentro letalmente alegórico.