domingo, 27 de junio de 2010

IES "MAIMÓNIDES".Trabajo de Proyecto Integrado de 1º bachillerato A: María López

Trabajo realizado por la alumna de 1º de bachillerato A, en Proyecto Integrado:

Y entonces, la dureza camuflada en dulzura de sus ojos, buscó y encontró el brillo desconsolador de la desesperanza en los míos…
Suspiro. Silencio. Miedo…Es de noche, una noche en la que el brillo de la luna ilumina las solitarias calles acompañado del resplandor de miles de pequeñas estrellas. Otra noche en la que mi mente no para de mirar hacia atrás e intenta anclar el tiempo en el pasado. Aún no sé cuándo fue la última vez en la que los recuerdos eran pasajeros y no intentaban dejarme estancada, sin dejarme averiguar un motivo, mi motivo, por el cual alzo los párpados todas las mañanas. Tal vez mi búsqueda no tenga final, tal vez sí o tal vez esté tan destrozada que mis fuerzas sean nulas para verlo, aunque mis ojos lo encuentren exactamente en frente de ellos. No sé cuál es el motivo de estas palabras, supongo que es un intento de mi dolor para engañarse a sí mismo, creyendo que así se hará cada vez más pequeñito… Puedo oír las gotas de lluvia rebotar en los tejados y ventanas; es muy tranquilizador… aunque hace que el vacío de mi interior aumente al mismo tiempo que aumenta el sentimiento de continua soledad. El ruido que antes siempre rondaba por casa se ha desvanecido. Los pasillos se han convertido en caminos eternos. Las habitaciones añoran el cálido calor humano. Las plantas han abandonado sus pétalos y mi cama tiene el tacto como si de hielo se tratara.
Suspiro. Silencio. Miedo… Estoy sola, no hay nadie en casa, ya no.
-Vamos, despierta. Ha llegado la hora.
Había llegado la hora. Había que irse de allí. Había que abandonar mi hogar, había que abandonar todos los momentos vividos, había que abandonar a mi familia, había que abandonarlo todo… Algo demasiado duro para una niña que apenas había empezado a darse cuenta de la realidad, pero se respiraba tanto miedo… y, sin embargo, era más raro tener miedo que no estar ya acostumbrada a él. Al fin y al cabo, vivíamos con un continuo ruido ensordecedor proveniente de unos aviones que destrozaba las calles y hacía que muchas personas cayeran desplomadas al suelo observándose dolor en sus alzados ojos. Cada vez que el hombre de la torre del barrio más alto del pueblo enseñaba su pañuelo blanco, todo el mundo se metía en sus correspondientes hogares e intentaba refugiarse debajo de la cama o de cualquier objeto que tuviera algo parecido a un techo. Siempre preguntaba qué era el causante del ruido ensordecedor; mamá nunca contestaba.
Había llegado la hora. Sí, tal vez era demasiado pequeña para entender por qué desde hacía un tiempo no podía salir a pasear, por qué a mamá y a papá las lágrimas le caían continuamente, y por qué al que solía llamar “Tete” tardaba tanto en regresar a casa. Había llegado la temida hora, tenía que irme. Era la voluntad de papá.
Me dijeron que tenía que abandonar mi hogar porque habían encontrado un colegio mucho mejor preparado y con más posibilidades para seguir desarrollándome en un futuro, afirmando que allí sería más feliz. Pero solo era pequeña, no era una ignorante.
Una de las muchas noches de lluvia en las que mamá no paraba de llorar y gritar, escuché cómo papá estaba temeroso ante la nueva llegada de los moros a España. Y yo, aun siendo todavía pequeña, sabía el porqué de tanto miedo y tanto dolor hacia ellos. Pasó una noche en la que, mientras que yo disfrutaba con la música de la guitarra de Tete, papá entró en nuestra habitación y con desesperación y sin dar explicaciones nos sacó por la puerta de atrás lo más rápido que pudo. Y en un angustioso intento por encontrar a mamá, giré la cabeza hacia atrás, hacia casa…; aún me arrepiento de ello. Lo vi. Allí estaba, rodeada por tres hombres. Mientras dos agarraban fuertemente sus débiles piernas y sus blancos brazos, el tercer hombre la desnudaba y le robaba por completo toda su dignidad. Mis ojos rebosaron de lágrimas y mi cara buscó el hombro tranquilizador de papá, en un intento de esconderme y sentirme protegida. Estaba a salvo, estaba en brazos de papá, nada podía ir mal ahora. Empezamos a movernos, nos volvíamos a dirigir a casa, por fin. Entonces empezamos a caminar cada vez más deprisa, y más y más… Extrañada, alcé la cara y pude ver a Tete detrás nuestra correr a gran velocidad. Papá volvió a sumergir mi cabeza en su hombro y, sólo por una fracción de segundo, mis oídos sangraron. Es el sonido más aterrador que jamás he oído. Era el ruido ensordecedor unido a un grito ahogado de papá. Me agarró fuertemente la cabeza para que no pudiera levantarla y cruzamos rápidamente el umbral de casa. Fue la última vez que vi a Tete. Él no hablaba de esto en casa, ella tampoco, por lo que yo no iba a ser menos. Aun así, estaba segura de que mi huida era por ello. Escuché a papá decir cómo muchas más mujeres habían tenido la mala experiencia con los moros al igual que mi frágil madre y esta vez no volverían a por la dignidad de mamá, volverían para llevarse mi dignidad, querían robarla y no devolverla más; y según sus palabras, no estaba dispuesto a soportarlo otra vez, otra vez no…
Pero ya había llegado la hora, y las impertinentes gotas de agua almacenadas en mis ojos buscaban las mejillas sin cesar. Me estaban esperando. No había vuelta atrás. Todo era por mi bien. Me senté en la cama, con la cabeza agachada y una mirada vacía…, estiré mis rodillas y me puse de pie, me dirigí hacia la puerta, agarré el pomo que poseía y me quedé parada, anclada, sin fuerzas…, mi cabeza necesitaba volverse y recordar para poder olvidar… Miré hacia todos lados, echando un leve vistazo a lo que había sido mi refugio durante todos esos años, mi guarida, mi habitación. Las gotas de agua no querían cesar. Debía de ser fuerte, había llegado la hora. Abrí la puerta, y ante mis ojos apareció un pasillo oscuro y eterno por el que fui vagando lentamente. Mis manos rozaban todos los objetos en un intento de despedirme de todo aquello. Era pequeña, no una ignorante. Y sabía que cuando volviera, nada iba a ser igual. Parecía como si a cada paso que diera mis piernas se hicieran más y más pesadas, pero no quedaba tiempo. Debía irme. Por fin pude ver el final de un pasillo eterno envuelto en soledad, y allí estaban esperando las personas que me dieron la vida. Noté su intento por aparentar fuerza y semblante, sólo era una apariencia, los conocía demasiado. Mamá, aguantando las ganas de llorar, repetía sin parar lo bien que iba a estar en ese nuevo colegio y en un nuevo hogar, con nuevas compañeras catalanas y con una educación que, según ella, me haría una persona de bien. Se acabó el tiempo. Una furgoneta llena de niñas de mi misma edad paró justo en frente de casa. Un hombre bajó y me pidió rapidez, pues, según decía, ya llevaba retraso. Me encontraba en medio de ambos, y ambos a la vez se agacharon y me abrazaron con una ternura tan especial… una ternura que nunca jamás había sentido. Mientras, mis ojos se cerraban fuertemente, para que también sintieran mi amor hacia ellos. Pero había llegado la hora, y el miedo y la impotencia recorrieron de arriba abajo todo mi cuerpo; mi mente empezó a nublarse y empecé a darme cuenta de la realidad en la que estaba viviendo, o más bien, intentando sobrevivir. En vano fueron mis gritos y mis peticiones a papá por quedarme junto a ellos. Ya le dije que seríamos fuertes si estábamos los tres y nada podrían hacerme ni a mí ni a mamá si nos encontrábamos en sus brazos, pero no quisieron escucharme. La mano de papá, que ahora estaba en mi espalda, levemente me empujó hacia lo que se convertiría en mi infierno, pero no podía echarme atrás.
Era demasiado tarde. Una pierna intentó avanzar, y aunque parecía que su compañera no quería seguirla, finalmente comencé a correr hacia la furgoneta llorando de dolor, rabia e impotencia. Podía oír cómo mamá gritaba algo desde el umbral, pero no la oía, no quería oírla, no podía mirar hacia atrás, no podía mirarles a la cara, era demasiado duro. Secándome las lágrimas me paré en frente de la puerta de la furgoneta, la cual se abrió ante mí al mismo tiempo que aparecieron ocho niñas que tampoco parecían muy felices de encontrarse allí. Y allí estaba yo, con recuerdos inundándome la mente, sentada entre almas desconocidas con la cabeza agachada y una mirada vacía…
Reinaba un silencio absoluto, ninguna de aquellas niñas pronunciaba ninguna palabra. No parecían muy vivaces. Yo, siempre con mi cabeza agachada, solo le daba vueltas a una especie de maletita que mamá me regaló unos años atrás, con las llaves de casa, fotos de la familia y todas esas pequeñas cosas que para mí eran importantes.
De repente, la furgoneta paró en seco. Alcé la cabeza y pude oír el gemido de una bestia, un gemido que me resultaba bastante familiar. El hombre poco amable que conducía la furgoneta abrió la puerta y, por un momento, las ganas de sonreír que recorrieron mi ser fueron inmensas. ¡Eran mamá y papá! Cada uno subido en aquellas potras que tanto me gustaban. Llena de emoción bajé de un salto la furgoneta y los abracé con la misma ternura que minutos antes ellos me habían proporcionado. Me dijeron que no podían dejarme sola tan pequeña. La verdad es que pensaba que volvían para llevarme de nuevo a casa, pero, muy a mi pesar, no era así. Venían conmigo hasta Cataluña, pues no era la única que corría peligro. Pero ahora no me importaba si tenía que abandonar mi hogar. Ellos se encontraban a mi lado. Al fin y al cabo mi hogar estaba donde se encontrara su cariño. Así pues, con mi cuerpo envuelto en alegría, me subí a la yegua en la que se encontraba papá.
Un tren nos esperaba en Pozoblanco; al parecer no éramos los únicos que debíamos abandonar el pueblo, no éramos los únicos con miedo a aquellos hombres. No se me hizo un camino largo, tampoco hay mucho que contar de ese trayecto. Sólo recuerdo como…
-¡Volverse para atrás! ¡Nos vamos a comer esos huevos fritos!
Un camión lleno de militantes y soldados, con las manos hacia arriba y bailando como si de una fiesta se tratara, no paraban de gritarlo en tono burlón. Esto hacía que a mamá le aumentara la angustia, si es que se podía aumentar aún más.
No hicimos ninguna parada en el camino, las bestias y yo estábamos agotadas, sedientas, hambrientas. Pero no había tiempo que perder, mientras antes saliéramos de aquel infierno en el que seguía sin cesar el ruido ensordecedor, antes podríamos volver a ser una familia feliz.
Por fin llegamos. A lo lejos observamos cómo el hermano de papá se encontraba allí para recoger nuestras bestias y mientras que papá se las acercaba, mamá y yo nos dirigimos hacia el tren. Aún recuerdo aquel tren, era muy diferente a los que estamos acostumbrados a ver ahora. Era un tren de carbón, de vagones cerrados, negro como el color de su combustible. Un hombre fue pasando por todos nosotros con un saco en el que nos obligó a meter todos los objetos que lleváramos encima. Me obligó a meter en el saco mi querida maletita, yo no quería dejarla en manos desconocidas, pero mamá me la arrebató de las manos y la echó. Fue la última vez que la tuve en mi posesión, y con ella se perdió todo lo que para mí era importante.
Papá regresó con nosotras y subimos a aquel tren. No recuerdo cuánto duró el trayecto, ni siquiera si pasó algo que debiera recordar. El cansancio se apoderó de mi cuerpo y caí rendida en los asientos, quedándome dormida durante todo el camino.
-Vamos, cielo, debemos parar aquí.
Nunca podré olvidar la voz de mamá. Cómo olvidar una voz tan dulce, tan suave…


Estábamos en Valencia. Jamás he visto a tanta gente reunida en un mismo sitio, y lo peor era que todos estábamos reunidos por el mismo motivo. Los agentes que allí se encontraban nos dijeron que debido a las numerosas embarcaciones de refugiados del día anterior, debíamos esperar hasta que supieran nuestro paradero. Fueron dos largas horas las que estuvimos allí esperando hasta que nuestro camino se reanudara. Menos mal que nos trataron muy bien y que gracias a la comida y la bebida con la que nos obsequiaron, mis tripas dejaron de rugir, porque, sinceramente, parecía que nunca iban a dejar de hacerlo.
Por un momento, y solo por un momento, me paré a observar a las familias de mi alrededor. El sentimiento que me inundó en ese momento es imposible de explicar. Eran cientos de familias, incluida la mía, sentadas en el suelo de una gran estación, comiendo al unísono un trozo de pan, con una mirada perdida y con una expresión en sus rostros de tal tristeza que hacía que hasta la flor más alegre y vivaz se marchitase. Pasaron lentamente esas dos horas y volvimos a subir al tren, nuestro viaje hacia Cataluña se reanudaba, nuestro destino era la estación de Cambrils, Tarragona.


Estábamos en Cambrils. Primeramente, de la estación nos colocaron en el “Hospital de Sangre”. Allí estuvimos diez días hasta que terminaron de hacer la distribución de todas esas tantísimas personas llenas de miedo y miseria. Pasados esos días, por fin, teníamos un destino claro. A mi familia y a mí, junto con otras sesenta y seis personas, nos mandaron a un convento en Ruidón, en la provincia de Tarragona. No tardamos mucho en llegar hasta él, estaba bastante cerca de la estación. Era bastante grande, de colores apagados. Se trataba de un sitio muy sombrío, en el que la ausencia de ventanas hacía que la luz que entraba fuese tenue y no muy abundante, lo que hacía que se agravara aún más la sobriedad del lugar. Sinceramente, no me sorprendió nada que fuese de esa manera.
En el convento no había frailes, ni tampoco había monjas, solo muchos refugiados en compañía de sus pequeños. Cada familia de refugiados disponíamos de una habitación particular y los milicianos se encargaban de proporcionarnos comida todos los días; incluso el alcalde de aquel lugar iba de vez en cuando a visitarnos para asegurarse de que a los pobres refugiados, como él nos llamaba, no nos faltase absolutamente de nada. A mí no me caía bien, tenía una personalidad caracterizada por el egocentrismo y por consiguiente, por el egoísmo. No nos proporcionaba todas aquellas cosas por caridad o bondad, sino por puro beneficio propio. Se decía que para aumentar su prestigio y seguir así ganando dinero a costa nuestra. Pero no nos quedaba de otra, si queríamos comer, por mínimo que fuera lo que nos llevábamos a la boca, deberíamos de seguirle su intento de simpatía y aparentar respeto hacia él.
Empezó a partir de ahí el año que marcó mi vida. El año en el que por primera vez empecé a ir al colegio. El año en el que, a raíz del colegio, intentaron cambiar mi mente y toda mi ideología, queriendo convertirme en una ciega católica sin más motivos para vivir que Dios y su hijo “El Caudillo”. El año en el que perdí a papá y mis ganas por encontrarle sentido a mi vida…
Fue el primer año que fui a la escuela. Las ganas por aprender cada día eran mayores y el mundo de los números y las letras me fascinaba. En vez de ponerme a jugar como haría una niña de mi edad, a mí me apetecía más pasar horas y horas sentada donde fuese con un pequeño trozo de papel y un lápiz en la mano, haciendo garabatos y repitiéndolos una y otra vez hasta que saliera algo parecido a una letra. En el colegio éramos todo niñas y teníamos que ir vestidas con el uniforme que nos habían encomendado; yo lo odiaba. La verdad, nunca entenderé el afán de los profesores por intentar que creyéramos en la bondad del que actualmente reinaba España, ni ese afán tan exagerado por la Iglesia Católica. No me consideraba hija de Dios y en las calles se observaba todo lo contrario a lo que nos intentaban inculcar sobre las actuaciones y la política de El Caudillo; sin embargo, ya había sido testigo de lo que ocurría si lo que pasaba por mi mente lo soltaba abiertamente y mis manos ya tenían demasiadas heridas.
Aún recuerdo algunos fragmentos del catecismo patriótico español que hacían que todas las niñas que formábamos una clase nos aprendiéramos y repitiéramos todos los días de ese único año que asistí al colegio. Prácticamente se basaban en el desprecio a la democracia y al bolchevismo, amor a la patria, al cristianismo y, por consiguiente, al Caudillo.

-¿Cómo debemos amar a nuestra patria?


Debemos amar a nuestra Patria con un amor superior al amor de todas las cosas de este mundo, más que nuestra vida y más que a nuestros padres, con un amor solo inferior al amor que a Dios debemos; y debemos amarla como ella es, con su tradición, con su historia, con sus instituciones, prefiriendo siempre lo español al extranjero en igual de circunstancia.

O también…

-¿Cómo se ha formado el espíritu del pueblo español?


El espíritu del pueblo español se ha formado en los amplios moldes del catolicismo, con los ideales supremos de una catolicidad imperial que es la que ha civilizado al mundo.

Yo solo las repetía, pero solo eso. Sólo sonidos vocálicos que salían de mi boca sin sentido alguno.
También fue el primer año que empecé a relacionarme con otras personas que no fueran papá o mamá. Había cientos de compañeras en la escuela, pero de todas esas compañeras, solo encontré a una verdadera amiga, Elena.
Elena era un poco más esbelta que yo, su piel era blanca como la nieve, de pelo negro, brillante y rizado, que podía vérsele caer sobre su espalda. Tenía una voz fina y suave que agradaba escuchar acompañada de unos labios tan pequeños a la misma vez que gruesos que encandilaban a todos. Pero sin lugar a dudas, lo más bonito físicamente de ella eran sus ojos. Siempre recordaré la intensidad y la dulzura de esos grandes ojos azules del mismo color del cielo, los cuales hacían que muriera de envidia cada vez que se encontraban nuestras miradas.
Se caracterizaba por ser una persona muy simpática y sociable a la que la mayoría del colegio conocía y yo me sentía orgullosa de que me hubiera elegido precisamente a mí, siendo tan diferente a ella, como su mejor compañera. Siempre me preguntaba qué es lo que vio en mí, creo que seguiré preguntándomelo y nunca encontraré la respuesta.
Me encantaba pasar las mañanas con ella; antes de entrar, nos sentábamos en un parque que había al lado, intentábamos mejorar nuestra forma de escribir y repasábamos las lecciones para así saberlas bien y no nos pudieran regañar en clase. Sin embargo, lo que más me llamaba la atención de ella era el odio y la seguridad con la que repetía las preguntas del catolicismo que teníamos que aprendernos. Ella sí que creía todo lo que en ellos se decía, amaba a su patria y le importaba la lealtad más que cualquier otra cosa en el mundo.
Sonriendo, con un gran semblante, y con la cabeza alta, Elena se disponía a contestar:

-¿Qué es la democracia, Pérez?


¡La democracia es la compañera inseparable del liberalismo, la cual propaga a los que reconoce como irregulares, sean sabios o ignorantes, honrados o criminales, y una vez constituido el Estado con esa base falsa, ya no reconoce derechos superiores o anteriores a él; ni en la sociedad ni en los individuos, que para él no vale más que por el voto que puedan darle o retirarle!

Por ello me resultaba tan difícil creer que yo pudiera ser su mejor amiga. Ella sabía que a mí no me agradaban, ni si quiera les daba importancia a lo que en las lecciones se decía; Elena solamente intentaba hacerme ver su punto de vista y muchas veces me calificaba como hereje, aunque, afortunadamente, solo se quedaba en una calificación.
Y entonces, que parecía que por una vez en todo lo que llevaba vivido la vida se tornaba de un color menos gris y empezaba a sonreírme, ocurrió. Nunca pensé que podría ocurrir algo así, pero sí. Ocurrió.
- Pérez, ¿han quedado reducidos esos enemigos con la Gran Cruzada?
-¡No profesora! Con la Gran Cruzada esos enemigos han quedado vencidos pero no aniquilados; y ahora, como sabandijas ponzoñosas, escóndense en mechinales inmundos para seguir desde las sombras arrojando su baba y envenenando el ambiente, o atraer incautos…

-Señorita Pérez, un momento. Gracias. ¿Se encuentra presente la señorita Fernández? Me informan de que debe abandonar inmediatamente el aula. Le esperan en secretaría, recoja sus cosas, es urgente.
Elena me miró extrañada, esperando una explicación al motivo de mi llamada, pero yo estaba tan confundida como ella, o incluso más. Desesperada me levanté del asiento, ni siquiera sé cómo pude meter todas las cosas en la mochila, pues las manos me temblaban tanto, que más que manos parecían gelatina. Terminé y me fui corriendo de allí. Bajé las escaleras a toda prisa, el corazón me latía tan fuerte que podía incluso oír sus latidos y, a la velocidad que llevaba, parecía que las piernas iban a enredarse de un momento a otro. El final de las escaleras se acercaba, y a lo lejos ya podía ver el letrero de secretaría. Seguí corriendo y pude distinguir una silueta dentro de la habitación. Era mamá. ¿Qué hacía allí? El reconocerla hizo que se acelerara aún más mis pulsaciones y que acelerara el paso. Por fin llegué. Estaba de espaldas y al notar mi presencia se rodeó. Su tez estaba tan blanca cual pared y sus manos temblaban mucho más que lo hacían las mías. Solo pronunció una palabra.
-Vámonos.
No quise decir nada. La conocía bastante bien y sabía qué momento era el adecuado para pedir explicaciones de todo lo que estaba pasando.
Salimos del colegio, no entendía nada, mi mente estaba tan nublada que ni siquiera mis pensamientos eran claros. Habían interrumpido a Elena cuando estaba recitando el catecismo, me habían hecho un llamamiento urgente, había salido de allí a toda prisa encontrándome con un alma en pena y ahora estaba andando rápidamente hacia un coche que conducía un hombre que no había visto en mi vida. Subimos a aquel coche, encontrando ahora el momento perfecto para pedir explicaciones; pero no hizo falta que yo las pidiera, mamá también sabía el momento adecuado.
Infarto. Había muerto. Papá había muerto. Nos había abandonado.
No supe muy bien cómo aceptar esas duras palabras que salieron destrozándome el alma en boca de mamá. Por mi mente pasaron tantas cosas a la vez…, recuerdos, palabras, experiencias, caricias, vivencias… Quería decirle algo a mamá, decirle que estábamos juntas, que no temiera, pero era yo la que temía y ni tenía fuerzas ni sabía cuál era la palabra adecuada en ese momento. Mis ojos se quedaron mirando un punto fijo, inmersos en lágrimas que brotaban sin cesar, mientras el coche se dirigía a alguna parte envuelto en un silencio absoluto. En esos momentos sentí miedo, mucho miedo. Ya no estaba papá, y el único sitio en el que podía refugiarme eran sus brazos… Si ya no estaba él, no podía sentirme segura, no había lugar más seguro que el cálido calor de los brazos de papá. Esos brazos fuertes que me agarraban con tanta seguridad y con tanto sentimiento...
Mi vida, desde el principio de sus días había sido un vaivén y ahora, más que nunca, me encontraba sola. Debía volver a mis orígenes, sola. Mamá esta vez no me acompañaría. Me dijo que primero debía marchar yo, no había tiempo y ni siquiera me dio la oportunidad de despedirme de la primera persona a la que pude llamar amiga. Me dijo que después de un tiempo ella iría en mi busca, lo había prometido. Pero de nada sirve prometer en vano. Era pequeña, no era una ignorante, y según la manera en como me lo había dicho, sabía que sería la última vez en la que vería su frágil rostro.
El coche terminó su trayecto, y allí estaba de nuevo, al igual que un año antes, en la estación de Cambrils. Esta vez podía darme cuenta de lo grande que era, ya que la estación se encontraba desierta. Mi destino volvía hacia el lugar que tanto daño me había hecho a mí y a mi familia. Quería imaginarme cómo me encontraría mi viejo hogar y las calles del pueblo que me había visto crecer, pero podían haber pasado tantas cosas…y seguramente el ruido ensordecedor y los hombres que iban armados disparando a inocentes sin control no habrían dejado intacto nada.
Bajé del coche sin más compañía que mi soledad y esperé a poder subirme al tren, mientras que observaba cómo el coche en el que se encontraba la única persona por la que aún podía encontrarle un sentido a mi vida, se marchaba sin más; como si fuera una absoluta desconocida con prisa por marchar.
No sé cuánto duró el trayecto, no sé cuánto debía durar ni sé cuánto puede tardar la vida en sonreírme por segunda vez; lo que sí sé es que éste no es el pueblo en el que había pasado mi infancia.

Cuando bajé del tren, una furgoneta me esperaba para llevarme de camino a casa. Si hubiera sabido lo que vi al bajar, no hubiera pensado dos veces en quedarme allí o en algún otro sitio que no hubiera causado tanto dolor en mis ojos. Llegué y parecía que mi mundo se hundía; empecé a vagar lentamente por las calles como si se tratara de un espejismo. Todo había cambiado. No quedaba ninguna casa que no hubiera sido saqueada, las calles estaban destrozadas, las paredes desgarradas y llenas de impacto de bala, ventanas rotas, nadie paseaba por las aceras y dudo que alguien ni siquiera supiera quién era. Parecía como si el paisaje hablara y me estuviera contando el dolor que se había respirado durante ese tiempo en el que me había ausentado. Pero en mi cabeza solo había una cosa, una inquietud, un deseo. Mi hogar. No me paré en ningún otro sitio, solo quería encontrarlo; sabía que no me iba a gustar lo que iba a ver, pero la esperanza de poder sonreír al enfrentarme con mis recuerdos me llevaba sin necesidad de realizar un esfuerzo por mover mis piernas.
Iba caminando al son de mis lágrimas, la ausencia de cariño se había apoderado de mí. Seguí caminando hasta que me encontré justo en frente de casa… No había nada, se lo habían llevado todo y ni siquiera tenía la maletita con las fotos para poder volver a llenarlo con nuestros recuerdos. Ni un mueble, ni una cama; solo habían dejado sensación de antigüedad y de sobriedad. Las habitaciones eran cubos solitarios y se sentía tanto frío…
Estoy sola, no hay nadie en casa, ya no.

Ya hace mucho que pasó esto. Ahora no soy pequeña, ni tampoco ignorante. A pesar de todo, sigo aquí, no he abandonado mi hogar, y lo he llenado con lo mínimo que necesito para sobrevivir. El dolor en las calles no ha cesado, y la gente que habita en España, si quiere seguir viva, no puede expresar lo que realmente piensa, si es que eso que piensa es contrario a lo que de pequeña intentaron inculcarme en vano. Después de haber contado todo, sigo sin saber cuál es el fin de mi búsqueda y sigo sin saber cuánto pasará hasta que la vida me dé una segunda oportunidad de ser feliz.
Es de noche, y a mi lado tengo una carta que me llegó hace unos días, es de Elena, no me atrevo a abrirla. Aún pienso en ella, siempre he pensado en ella y en todo lo que seguramente le dolió que ni siquiera tuviera un minuto para decirle adiós, que desapareciera de la noche a la mañana, dejando de lado una amistad que poco a poco se iba consolidando. La lealtad… algo tan importante para ella, no me lo perdonaría nunca y menos sabiendo que repetía todo ese catecismo por pura obligación, sin estar de acuerdo con él ni interesarme nada en lo que en él estuviera escrito.
No voy a abrirla.


Algo me ha interrumpido el sueño, hay algo que oí hace un rato en las habitaciones de abajo, pero me he quedado en blanco durante mucho tiempo y me he puesto a escribir todo lo que he vivido, sí, sigo sin saber por qué.
He vuelto a oírlo y creo que voy a bajar a ver de qué se trata. Mientras voy bajando las escaleras sigo oyéndolo, es un ruido extraño… Es como si alguien estuviera revolviendo y tirando al suelo todos los objetos que se encuentran en alguna habitación. Mis pulsaciones aumentan. Me encuentro en la sala de estar, noto detrás una presencia, y puedo ver una sombra reflejada en la pared delante de mis ojos. La presencia ha comenzado a hablarme…
-España Una quiere decir que la personalidad moral de España, sólida y compacta en su cuerpo y en su espíritu, es una entidad vital subsistente e indivisible, y que atentar contra esta unidad con cualquier género de separatismo es delito de alta traición.
Me he girado. Es ella. Está vestida con un traje de militar y está apuntándome a la cara con una enorme y desgarradora escopeta. No sé qué hacer, no sé qué decir…; hay veces en las que las comisuras de tus labios parecen pesar demasiado, veces en las que te encantaría poder enfrentarte a una realidad que te oprime y destruye sin miedo a perecer en una oscura, débil y cruel soledad. Inquietud por sentir el roce de una cálida mano sobre tus mejillas haciendo más fuertes los latidos de tu corazón. Deseos de dejar caer los párpados y no hacer nada por volver a levantarlos hasta no sentir un rayo de luz en tu piel…, hasta encontrar un motivo por el que tus ojos brillen de alegría borrando un brillo cristalizador compañero del dolor y enemigo de la felicidad…

Había llegado la hora. Había llegado mi hora. Y entonces, la dureza camuflada en dulzura de sus ojos buscó y encontró el brillo desconsolador de la desesperanza en los míos.


El documento que viene a continuación se titula Villaviciosa .Es un poema escrito por un hombre de mi pueblo, conocido como "Francisco, el alfarero", que realizó después de volver de su huida a Cataluña. Me pareció bastante interesante y mi historia se basa en ello.

El 18 de julio, Queipo y Franco provocó
Un sangriento movimiento por toda nuestra nación.
¿Andalucía de mi vida, cuándo te verán mis ojos?
Allí se quedó mi pueblo en poder de los facciosos.

Andalucía de mi vida en Cataluña me encuentro,
No pierdo la esperanza porque el triunfo ha de ser nuestro.
Siendo tú Villaviciosa, siendo tú un pueblo tan rico,
Y ahora está arruinado por causa de esos malditos.

Viendo ellos que no podían romper el frente del Muriano,
Dieron la vuelta a Posadas y su intento lograron.
Siete horas de combate les costó tomar el pueblo,
Más de setecientas bajas de moritos se lo hicieron.
Parecían grupos de ovejas por el monte “los rinfeños”
Con sus chilabas tirando por lo alto de sus muertos.

Ya otro día por la mañana, cuando tomaron el pueblo,
Cayó Tomás de la Torre muy malherido en el suelo.
Entre cuatro compañeros lo retiraron de allí
Y en Espiel con un coche lo llevaron a Madrid.
Al entrar en el hospital le practicaron la cura
Y le faltó poca cosa pa´ser su muerte segura.

Estando ya en Pozoblanco recibimos la noticia
De que a Tomás de la Torre lo han herido los fascistas.
Todos lo sentimos mucho al enterarnos de esto
Porque era un buen militante por todos sus compañeros.

El recorrido que hicimos de Pozoblanco a Valencia,
Veníamos como animales embarcados en bateas.
Cuando llegamos allí, nos dicen que no se cabe
Por los muchos refugiados que han llegado el día de antes.
Allí estuvimos dos horas, nos obsequiaron muy bien,
Nos ponen un “trin cubierto” como así debía de ser.

Y al entrar en Cataluña, en todas las estaciones,
Salían a darnos regalos las mujeres y los hombres.
En la estación de Cambrils fue donde desembarcamos,
Y en el Hospital de Sangre a todos nos colocaron.
Allí estuvimos diez días hasta que nos repusieron
Y hecha la distribución de tantísimas personas,
A mí me tocó a Ruidón, provincia de Tarragona.

Llegamos allí de noche y estaba el comité esperándonos,
Nos dicen de esta manera: ¡No apurarse refugiados!
No os hará falta nada decían los milicianos,
porque ese es nuestro deber, que todos somos hermanos.

Nos pusieron la comida a sesenta y seis personas,
Sus camas correspondientes, todas con muy buenas ropas.
Cuando el alcalde llegó, le ordenó a los milicianos
Que no hiciera falta nada a los pobres refugiados.

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