domingo, 27 de junio de 2010

PRENSA. ESTAMBUL. Por José María Merino

En El viajero, suplemento turístico de "El País":
Delicias de Estambul


Los puestos de kebab, los mosaicos de San Salvador en Chora y el Bazar de las Especias

JOSÉ MARÍA MERINO - 26/06/2010

En los dos extremos del puente Nuevo de Gálata, que enlaza ambas riberas del Cuerno de Oro antes de que este desemboque en el Bósforo, un numeroso grupo de pescadores de caña, con sedales de varios anzuelos, captura sin cesar pequeños chicharros y algunos mújoles de tamaño respetable. Si a usted le dan envidia, allí mismo puede alquilar una caña y dedicarse a esa actividad, en este caso inmediatamente productiva, porque muchos de estos peces se ofrecen en el mercado de pescado, al lado norte del mismo puente. En el otro lado está Eminönü, con los embarcaderos para el tráfico cotidiano y los recorridos turísticos del propio Cuerno de Oro y del Bósforo.
El puente Nuevo de Gálata une las dos zonas más visitadas de la ciudad: en una orilla, la colina de Beyoglu con la Torre de Gálata, vestigio de la presencia genovesa en el siglo XIV, y el funicular que nos permite ascender a Pera y recorrer un bullicioso mundo de comercios y restaurantes; en la otra, el primer asentamiento de la urbe que fue sucesivamente Bizancio y Constantinopla.
En la parte de Beyoglu, la "zona europea", se encuentran las embajadas, el Instituto Cervantes -todo hay que decirlo- y la famosa calle de Istiklal, que desemboca en la plaza de Taksim. No me atrevo a repetir exactamente la cantidad de gente que, según afirman, recorre esa calle cada día: imaginemos varios cientos de miles de personas, en una zona rodeada de tiendas, restaurantes, tabernas, un antiguo hamman e innumerables lugares de entretenimiento.
En la otra parte está el asentamiento romano -todavía quedan huellas del hipódromo, con sus obeliscos, junto a la Mezquita Azul- y las trazas de la antigua Constantinopla, con la basílica de Santa Sofía como pieza fundamental de un conjunto admirable.
Qué se puede decir a estas alturas de Santa Sofía: según los cronistas, ya Justiniano I, cuando en el año 537 penetró en el templo para inaugurarlo, exclamó: "¡Salomón, te he superado!". Santa Sofía es uno de los monumentos más asombrosos del mundo por su grandeza, la sabiduría técnica con que está construido y la belleza de sus proporciones. Es una lástima que los iconoclastas, en el siglo VIII, destruyesen la inmensa mayoría de sus mosaicos, pero los que quedan dan idea suficiente de lo que debió de ser su deslumbrante interior. Los iconoclastas no llegaron, sin embargo, a otro de los lugares que ningún visitante de Estambul debe dejar de conocer, la antigua iglesia de San Salvador en Chora (Kariye Camii), con una riquísima colección de mosaicos y frescos que relatan la vida de Cristo y de la Virgen.
Pero hablaba de Santa Sofía: muy cerca está la Mezquita Azul, de gran belleza exterior e interior, aunque los cuatro enormes y evidentes pilares que sostienen la cúpula nos indican que la sabia osadía de los arquitectos de Santa Sofía -Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto- no fue alcanzada por sus imitadores otomanos, entre los que destaca Mimar Sinan, que construyó la mezquita de Suleimán el Magnífico, erigida en otra de las colinas de la ciudad.
Muy cerca de Santa Sofía está el legendario palacio de Topkapi, con su harén y sus colecciones. Patios, terrazas, estanques, jardines, edificios esplendorosos donde los baños ya contaban antes del siglo XIX con grifos de agua fría y caliente, colecciones de armas y joyas dignas de Las mil y una noches... En el propio recinto del palacio de Topkapi está el Museo Arqueológico, donde el visitante tiene clara conciencia de encontrarse en un espacio geográfico y cultural fuertemente impregnado de señales del mundo clásico y de la Europa naciente, sin perjuicio del Oriente cercano, y donde puede también constatar la magnificencia de los sultanes, coleccionistas tanto de joyas de valor incalculable como de la necrópolis de Sidón, un conjunto de enormes sarcófagos clásicos, entre ellos el muy bello, aunque apócrifo, de Alejandro Magno. En el mismo museo se encuentra el palacio de los Azulejos, armónico recinto donde en gran parte de la decoración permanece el oro incrustado originariamente.
El suministro de agua de la antigua Constantinopla estaba garantizado mediante numerosos acueductos y cisternas. Accesible al visitante desde la zona de Topkapi y Santa Sofía está el acueducto de Valencio (hoy Bozdogan), edificado en el año 368. El agua de los acueductos iba a depositarse en 31 cisternas, muchas subterráneas y algunas todavía en funcionamiento. La más espectacular es la de Yerebatan, en la plaza de Sultanahmet, cerca de Santa Sofía. Construida por el emperador Justiniano I ampliando otra de Constantino, ocupa un área de alrededor de diez mil metros cuadrados, y su techumbre de sucesivas bóvedas de ladrillo está sostenida por 336 columnas gigantescas -de ocho metros de altura-, bastantes con capiteles jónicos y corintios, algunas marcadas con signos extraños o que tienen como basas, en dos casos, enormes cabezas de Medusa. La sensación onírica que infunde el lugar aumenta cuando vemos en la penumbra las enormes carpas que se mueven en el agua, que ahora ocupa una parte mínima de la capacidad de la cisterna.

Cuatro mil tiendas
En este mismo barrio, abundante también en restaurantes y cafés, hay otros dos lugares que no pueden dejar de visitarse: el Gran Bazar y el Bazar de las Especias. El primero, más de cuatro mil tiendas distribuidas en 65 galerías, fue construido por el conquistador de Constantinopla, Mehmet II. Es, por tanto, un edificio del siglo XV, de muy hermosas proporciones y muy bien trazado. Allí el visitante puede encontrar de todo. Estamos en un tipo de establecimiento que, con indudable aire de medina bien ordenada, fue sin duda precedente de las galerías europeas, desde las milanesas de Vittorio Emanuele hasta las parisienses o bruselesas.
En el Bazar de las Especias ya no hay solamente especias, y desde su interior podemos acceder a la mezquita de Rusten Pasa, construida por Sinan, no muy grande, pero de muy hermosa traza. En el alicatado de esta mezquita se repite a menudo la figura del tulipán, y hay que decir que esa flor, hoy holandesa, procede de Turquía, y que es tan turca que hasta da forma al escudo nacional...
En el siglo XIX, los sultanes otomanos comenzaron a conocer Europa, les pareció que el palacio de Topkapi no estaba a la altura de su categoría, y a partir de 1853 construyeron nuevas residencias. La más famosa es el palacio de Dolmabaçe, donde se entrelaza la influencia barroca con la propia identidad, y donde se conserva el lecho en que, en 1938, murió Mustafá Kemal, "padre de Turquía", con el reloj detenido a las 9.10, momento del óbito. Este y otros palacios del mismo porte suntuoso pueden ser contemplados en un paseo marítimo por el Bósforo que el visitante no debe perderse, pues podrá descubrir también esos edificios civiles otomanos de muros entablados que, a través de inescrutables influencias, llegaron a dar personalidad no sólo a Estambul, sino a la Georgia rusa y a la Nueva Inglaterra.
Cuando termine el correspondiente recorrido, el visitante debe comer alguna de las ensaladas autóctonas, kebab, y de postre, unos pastelillos de baklava bien regados de miel. Pruebe usted el ayran, sabrosa bebida ayogurtada. Tómese después un café turco o un té de manzana. Y piense que si Estambul, con su fascinante belleza, su bullicioso vigor y sus preciosos gatos callejeros, perteneciese a la Europa comunitaria, la peligrosa caída de Constantinopla habría quedado por fin subsanada.

José María Merino es académico y autor de la novela La glorieta de los fugitivos, premio Salambó 2007.

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