lunes, 19 de julio de 2010

SARAMAGO. "La balsa de piedra" (fragmento)

Así comienza
La balsa de piedra
Cuando Joana Carda hizo una raya en el suelo con la vara de negrillo, todos los perros de Cerbère empezaron a ladrar, llevando el pánico y el terror a sus habitantes, pues se creía desde los tiempos más antiguos que, al ladrar allí animales caninos que siempre habían sido mudos, estaría pronto a extinguirse el mundo universal. Sobre cómo se había formado la arraigada superstición, o convicción firme, que es, en muchos casos, la expresión alternativa paralela, nadie hoy recuerda nada, aunque, por obra y fortuna de aquel conocido juego de oír el cuento y repetirlo con aire nuevo, las abuelas francesas solían distraer a sus nietos con la fábula de que, en aquel mismo lugar, comuna de Cerbère, departamento de los Pirineos Orientales, ladró, en eras griegas y mitológicas, un can de tres cabezas que al dicho nombre de Cerbero respondía si lo llamaba el barquero Caronte, su contratante. Otra cosa que tampoco se sabe es por qué mutaciones orgánicas habrá pasado el famoso y altisonante cánido hasta llegar a la mudez, histórica y comprobada de sus descendientes de una sola cabeza, degenerados. No obstante, y este punto de la historia pocos lo ignoran, sobre todo si pertenecen a la vieja generación, el Cancerbero, que así en nuestra lengua se escribe y debe decirse, guardaba terriblemente la entrada del infierno, para que de él no osaran salir las almas y, en consecuencia, quizá por misericordia final de dioses ya moribundos, se callaron los perros futuros para toda la restante eternidad, a ver si con el silencio se apagaba la memoria de la infernal región. Pero, no pudiendo lo de siempre durar siempre, como explícitamente nos ha enseñado la edad moderna, bastó que en estos días, a cientos de kilómetros de Cerbère, en un lugar de Portugal cuyo nombre más tarde recordaremos, bastó que la mujer llamada Joana Carda hiciera una raya en el suelo con la vara de negrillo, para que todos los perros del más allá saliesen vociferantes a la calle, ellos que, repito, jamás habían ladrado. Si alguien le preguntara a Joana Carda a qué venía aquella idea suya de hacer una raya en el suelo con un palo, gesto más bien de adolescente lunática que de mujer cabal, si no había pensado en las consecuencias de un acto que parecía sin sentido, y ésos, recordadlo, son los que mayor peligro comportan, tal vez respondiera, No sé qué me ocurrió, estaba la vara en el suelo, la cogí e hice la raya, y no se le pasó por la cabeza la idea de que podría ser una varita mágica, Para varita mágica me pareció grande, y siempre he oído decir que las varitas mágicas están hechas de oro y cristal, con un halo de luz y una estrella en la punta, Sabía que la vara era de negrillo, De árboles sé poco, luego me dijeron que negrillo es lo mismo que olmo, ninguno de ellos tiene poderes sobrenaturales, ni cambiándoles el nombre, aunque para este caso estoy segura de que el palo de un fósforo habría causado el mismo efecto, Por qué dice eso, Lo que ha de ser, ha de ser, y tiene mucha fuerza, nada se le puede resistir, mil veces se lo he oído a la gente mayor, Cree en la fatalidad, Creo en lo que tiene que ocurrir.
En París se rieron mucho de las súplicas del alcalde, que parecía que estaba telefoneando desde una perrera a la hora de echarle el almuerzo a los animales, y sólo ante los ruegos insistentes de un diputado de la mayoría, nacido y criado en aquella comuna, por tanto conocedor de las leyendas y relatos locales, acabaron por mandar al sur a dos veterinarios cualificados del Deuxiéme Bureau, con la especial misión de estudiar el fenómeno insólito y presentar un informe y propuestas de acción. Entretanto, desesperados, a punto de ensordecer, los habitantes vagaban por las calles y plazas de la apacible estación balnearia, ahora estación infernal, sembrando docenas de bolas de carne envenenadas, método de simplicidad suprema cuya eficacia ha sido confirmada por la experiencia en todo tiempo y latitud. En total, sólo murió un perro pero bastó para que los supervivientes aprendieran la lección y, en un instante, ladrando y aullando, desaparecieron por los campos de los alrededores donde, sin motivo que lo justificara, se callaron al poco tiempo. Cuando al fin llegaron los veterinarios les fue presentado el triste Medor, frío, hinchado, tan distinto del feliz animal que acompañaba a la señora en sus compras, y que, por ser ya viejo, solía dormir al sol sin más cuidados. Pero como la justicia no ha abandonado aún por completo este mundo, decidió Dios, poéticamente, que Medor muriera de la albóndiga preparada por su ama bienamada, la cual, bueno es que se sepa, tenía en el pensamiento una cierta perra de la vecindad que no le salía del jardín. El mayor de los veterinarios dijo ante el fúnebre despojo, Vamos a hacer la autopsia, y realmente no valía la pena, pues cualquier habitante de Cerbère podría, si quisiera, testimoniar la causa mortis, pero el móvil oculto de la Facultad, como en la jerga del servicio secreto le llamaban, era proceder, disimuladamente, al examen de las cuerdas vocales de un animal que entre la mudez por muerte ahora definitiva y el silencio que parecía ser para toda la vida, tuvo unas horas de habla y pudo ser igual al común de los perros. Esfuerzo baldío, Medor ni cuerdas tenía. Se quedaron los cirujanos asombrados, pero el alcalde dio su opinión, administrativa y sensata, No es extraño, tantos siglos estuvieron los perros de Cerbère sin ladrar, que se les atrofió el órgano, y cómo es que, de repente, Eso no lo sé, no soy veterinario, pero nuestras preocupaciones se han acabado, los chiens han desaparecido, allí donde están no se les oye. Medor, descuartizado y mal cosido, fue entregado a su llorosa ama, como un remordimiento vivo, que es lo que son los remordimientos incluso después de muertos. Camino del aeropuerto, donde tomarían el avión para París, los veterinarios acordaron pasar por alto, en el informe, el intrigante suceso de las cuerdas vocales desaparecidas. Y parece que definitivamente, pues aquella misma noche empezó a rondar por Cerbère un can de tres cabezas, alto como un árbol, pero silencioso.
Por estos mismos días, quizá antes, quizá después de haber trazado Joana Carda su raya en el suelo con la vara de negrillo, andaba un hombre paseando por la playa, ocurría esto al atardecer, cuando el rumor de las olas apenas se oye, breve y contenido como un suspiro sin causa, y ese hombre, que más tarde dirá que se llama Joaquim Sassa, iba andando sobre la línea de la marea, que distingue la arena seca de la arena mojada, y de vez en cuando se inclinaba para coger una concha, una pinza de cangrejo, una hilacha de alga verde, no es raro que mate uno el tiempo así, y así lo mataba este paseante solitario. Como no llevaba bolsillos ni bolsa para guardar sus hallazgos, devolvía al agua los restos muertos cuando tenía las manos llenas, al mar lo que al mar pertenece, la tierra que se quede con la tierra. Pero toda regla tiene sus excepciones, y una piedra que vio más alejada, fuera del alcance de la marea, la levantó Joaquim Sassa, y era pesada, ancha como un disco, irregular, que si fuera de las otras, manejables, de contorno liso, de esas que caben holgadas entre el pulgar y el índice, Joaquim Sassa la habría tirado rasando el agua llana para verla saltar, puerilmente feliz con su destreza, y hundirse al fin, perdido ya el impulso, piedra que parecía tener su destino marcado, reseca al sol, mojada sólo por la lluvia, y hundida ahora en las oscuras profundidades esperando un millón de años hasta que este mar se evapore, o retrocediendo la devuelva a la tierra donde permanecerá otro millón de años, dando tiempo a que baje a la playa otro Joaquim Sassa, que sin saberlo repetirá el gesto y el movimiento, ningún hombre diga, No lo haré, segura y firme no está piedra alguna.
En los arenales del sur, en esta hora tibia, hay quien se da el último baño, nada, salta como una bola, se hunde en las olas, o reposa quizá bogando sobre un colchón de aire, o, sintiendo en la piel la primera brisa del atardecer, acomoda el cuerpo para recibir la caricia última del sol que va a ponerse en el mar dentro de un segundo, el más largo de todos, porque lo miramos y él se deja mirar. Pero aquí, en esta playa del norte donde Joaquim Sassa sostiene en la mano una piedra, tan pesada que ya la mano se cansa, el viento sopla frío y el sol está a medias hundido, ni gaviotas vuelan sobre las aguas. Joaquim Sassa tiró la piedra, pensó que caería allí delante, casi a sus pies, uno tiene la obligación de conocer sus propias fuerzas, no había testigos que se pudieran reír del frustrado discóbolo, él sí estaba preparado para reírse de sí mismo, pero no ocurrió lo que esperaba, la oscura y pesada piedra ascendió en el aire, cayó luego y chocó con el agua de plano, con el choque volvió a subir, en gran vuelo o salto, y bajó de nuevo y subió, hundiéndose luego a lo lejos, si la blancura que acabamos de ver, distante, no es sólo la franja de espuma al quebrarse la ola. Cómo es posible, pensó perplejo Joaquim Sassa, cómo yo, de tan poca fuerza natural, he lanzado tan lejos una piedra tan pesada, al mar que ya está oscureciendo, y no hay nadie para decirme, Muy bien, Joaquim Sassa, soy testigo para el Guinness de los récords, una hazaña así no puede ser ignorada, poca suerte, si cuento lo ocurrido todos me llamarán mentiroso. Una ola muy alta vino de mar adentro, espumeante y reventando, al final la piedra cayó al mar, éste es el efecto conocido desde los ríos de la infancia de quien en la infancia tuvo ríos, la ondulación concéntrica que las piedras arrojadas causan. Joaquim Sassa corrió playa arriba, y la onda se deshizo en la arena arrastrando conchas, pinzas de cangrejos, algas verdes, pero también de las otras, fucos, sanguinas, laminarias. Y una piedra pequeña, manejable, de esas que caben entre el pulgar y el índice, cuántos años llevaría sin ver la luz del sol.

Traducción: Basilio Losada.

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