martes, 28 de diciembre de 2010

LITERATURA ESPAÑOLA Y UNIVERSAL (FRAGMENTOS). "Aurora roja", de Pío Baroja (1872-1956)

Pío Baroja

Prólogo.
Cómo Juan dejó de ser seminarista

   Habían salido los dos muchachos a pasear por los alrededores del pueblo, y a la vuelta, sentados en un pretil del camino cambiaban a largos intervalos alguna frase indiferente.
   Era uno de los mozos alto, fuerte, de ojos grises y expresión jovial; el otro, bajo, raquítico, de cara manchada de roséolas y de mirar adusto y un tanto sombrío.
   Los dos, vestidos de negro, imberbe el uno, rasurado el otro, tenían aire de seminaristas; el alto grababa con el cortaplumas en la corteza de una vara una porción de dibujos y de adornos; el otro, con las manos en las rodillas en actitud melancólica, contemplaba, entre absorto y distraído, el paisaje.
   El día era de otoño, húmedo, triste. A lo lejos, asentada sobre una colina, se divisaba la aldea con sus casas negruzcas y sus torres más negras aún. En el cielo gris, como lámina mate de acero, subían despacio las tenues columnas de humo de las chimeneas del pueblo. El aire estaba silencioso; el río, escondido tras del boscaje, resonaba vagamente en la soledad.
   Se oía el tintineo de las esquilas y un lejano tañer de campana. De pronto resonó el silbido del tren; luego, se vio aparecer una blanca humareda entre los árboles, que pronto se convirtió en neblina suave.
   —Vámonos ya —dijo el más alto de los mozos.
   —Vamos —repuso el otro.
   Se levantaron del pretil del camino, en donde estaban sentados, y comenzaron a andar en dirección del pueblo.
   Una niebla vaga y melancólica comenzaba a cubrir el campo. La carretera, como cinta violácea, manchada por el amarillo y el rojo de las hojas muertas, corría entre los altos árboles, desnudos por el otoño, hasta perderse a lo lejos, ondulando en una extensa curva. Las ráfagas de aire hacían desprenderse de las ramas a las hojas secas, que correteaban por el camino.
   —Pasado mañana ya estaremos allí —dijo el mocetón alegremente.
   —Quién sabe —replicó el otro.
   —¿Cómo quién sabe? Yo lo sé, y tú, también.
   —Tú sabrás que vas a ir; yo, en cambio, sé que no voy.
   —¿Que no vas?
   —No.
   —¿Y por qué?
   —Porque estoy decidido a no ser cura.
   Tiró el mozo al suelo la vara que había labrado, y quedó contemplando a su amigo con extrañeza.
   —¡Pero tú estás loco, Juan!
   —No; no estoy loco, Martín.
   —¿No piensas volver al seminario?
   —No.
   —¿Y qué vas a hacer?
   —Cualquier cosa. Todo menos ser cura; no tengo vocación.
   —¡Toma! ¡Vocación!, ¡vocación! Tampoco la tengo yo.
   —Es que yo no creo en nada.
   El buen mozo se encogió de hombros cándidamente.
   —Y el padre Pulpon, ¿cree en algo?
   —Es que el padre Pulpon es un bandido, un embaucador —dijo el más bajo de los dos con vehemencia—, y yo no quiero engañar a la gente, como él.
   —Pero hay que vivir, chico. Si yo tuviera dinero, ¿me haría cura? No; me iría al campo y viviría la vida rústica, y trabajaría la tierra con mis propios bueyes, como dice Horacio: Paterna rura bobis, exercet suis; pero no tengo un cuarto, y mi madre y mis hermanas están esperando a que acabe la carrera. ¿Y qué voy a hacer? Lo que harás tú también.
   —No; yo no. Tengo la decisión firme, inquebrantable, de no volver al seminario.
   —¿Y cómo vas a vivir?
   —No sé; el mundo es grande.
   —Eso es una niñada. Tú estás bien, tienes una beca en el seminario. No tienes familia. Los profesores han sido buenos para ti..., podrás doctorarte..., podrás predicar..., ser canónigo..., quizá obispo.
   —Aunque me prometieran que había de ser Papa no volvería al seminario.
   —Pero ¿por qué?
   —Porque no creo; porque ya no creo; porque no creeré ya más.
   Calló Juan y calló su compañero, y siguieron caminando uno junto a otro.
   La noche se entraba a más andar, y los dos muchachos apresuraron el paso. El mayor, después de un largo momento de silencio, dijo:
   —¡Bah!... Cambiarás de parecer.
   —Nunca.
   —Apuesto cualquier cosa a que eso que me dijiste del padre Pulpon te ha hecho decidirte.
   —No; todo eso ha ido soliviantándome; he visto las porquerías que hay en el seminario; al principio lo que vi me asombró y me dio asco; luego, me lo he explicado todo. No es que los curas son malos; es que la religión es mala.
   —Tú no sabes lo que dices, Juan.
   —Cree lo que quieras. Yo estoy convencido; la religión es mala, porque es mentira.
   —Chico, me asombra oírte. Yo que te creía casi un santo. ¡Tú, el mejor discípulo del curso! ¡El único que tenía verdadera fe, como decía el padre Modesto!
   —El padre Modesto es un hombre de buen corazón, pero es un alucinado.
   —¿Tampoco crees en él? Pero ¿cómo has cambiado de ese modo?
   —Pensando, chico. Yo mismo no me he dado cuenta de ello. Cuando comencé a estudiar el cuarto año con don Tirso Pulpon todavía tenía alguna fe. Aquel año fue el del escándalo que dio el padre Pulpon con uno de los chicos del primer curso, y, te digo la verdad, para mí, fue como si me hubiesen dado una bofetada. Al mismo tiempo que con don Tirso, estudiaba con el padre Belda, que, como dice el lectoral, es un ignorante profeso. El padre Belda le odia al padre Pulpon, porque Pulpon sabe más que él, y encargó a otro chico y a mí que nos enteráramos de lo que había pasado. Aquello fue como meterse en una letrina. ¡Yo, qué había de sospechar lo que pasaba! No sé si tú lo sabrás; pero si no lo sabes, te lo digo: el seminario es una porquería completa.
   —Sí, ya lo sé.
   —Un horror. Desde que me enteré de estas cosas, no sé lo que me pasó; al principio sentí asombro; luego, una gran indignación contra toda esa tropa de curas viciosos que desacreditan su ministerio. Luego leí libros, y pensé y sufrí mucho, y desde entonces ya no creo.
   —¿Libros prohibidos?
   —Sí.
   —Últimamente, en la época de los exámenes dibujé una caricatura brutal, horrorosa, del padre Pulpon, y algún amiguito suyo se la entregó. Estábamos a la puerta del seminario hablando, cuando se presentó él: "Quién ha hecho esto?", dijo, enseñando el dibujo. Todos se callaron; yo me quedé parado. "¿Lo has hecho tú?", me preguntó. "Sí, señor". "Bien, ya tendremos tiempo de vernos". Te digo que con esa amenaza los primeros días que estuve aquí no podía ni dormir. Estuve pensando una porción de cosas para sustraerme a su venganza, hasta que se me ocurrió que lo más sencillo era no volver al seminario.
   —Y esos libros que has leído, ¿qué dicen?
   —Explican cómo es la vida, la verdadera vida, que nosotros no conocemos.
   —¡Malhaya ellos! ¿Cómo se llaman esos libros?
   —El primero que leí fue Los Misterios de París; después, El judío errante y Los Miserables.
   —¿Son de Voltaire?
   —No.
   Martín sentía una gran curiosidad por saber qué decían aquellos libros.
   —¿Dirán barbaridades?
   —No.
   —¡Cuenta! ¡Cuenta!
   En Juan habían hecho las lecturas una impresión tan fuerte, que recordaba todo con los más insignificantes detalles. Comenzó a narrar lo que pasaba en Los Misterios de París, y no olvidó nada; parecía haber vivido con el Churiador y la Lechuza, con el Maestro de Escuela, el príncipe Rodolfo y Flor de María; los presentaba a todos con sus rasgos característicos.
   Martín escuchaba absorto; la idea de que aquello estaba prohibido por la Iglesia, le daba mayor atractivo; luego, el humanitarismo declamador y enfático del autor, encontraba en Juan un propagandista entusiasta.
   Ya había cerrado la noche. Comenzaron los dos seminaristas a cruzar el puente. El río, turbio, rápido, de color de cieno, pasaba murmurando por debajo de las fuertes arcadas, y más allá, desde una alta presa cercana, se derrumbaba con estruendo, mostrando sobre su lomo haces de cañas y montones de ramas secas.
   Y mientras caminaban por las calles del pueblo, Juan seguía contando.
   La luz eléctrica brillaba en las vetustas casas, sobre los pisos principales, ventrudos y salientes, debajo de los aleros torcidos, iluminando el agua negra de la alcantarilla que corría por en medio del barro. Y el uno contando y el otro oyendo, recorrieron callejas tortuosas, pasadizos siniestros, negras encrucijadas...
   Tras de los héroes de Eugenio Sue, fueron desfilando los de Víctor Hugo, monseñor Bienvenido, Juan Valjean, Javert, Gavroche, Fantina, los estudiantes y los bandidos de Patron Minette.
   Toda esta fauna monstruosa bailaba ante los ojos de Martín una terrible danza macabra.
   —Después de esto —terminó diciendo Juan—he leído los libros de Marco Aurelio y los Comentarios, de César, y he aprendido lo que es la vida.
   —Nosotros no vivimos —murmuró con cierta melancolía Martín—. Es verdad; no vivimos.
   Luego, sintiéndose seminarista, añadió:
   —Pero, bueno; ¿tú crees que habrá ahora en el mundo un metafísico como santo Tomás?
   —Sí —afirmó categóricamente Juan.
   —¿Y un poeta como Horacio?
   —También.
   —Y entonces, ¿por qué no los conocemos?
   —Porque no quieren que los conozcamos. ¿Cuánto tiempo hace que escribió Horacio? Hace cerca de dos mil años; pues, bien, los Horacios de ahora se conocerán en los seminarios dentro de dos mil años. Aunque dentro de dos mil años ya no habrá seminarios.
   Esta conjetura, un tanto audaz, dejó a Martín pensativo. Era, sin duda, muy posible lo que Juan decía; tales podían ser las mudanzas y truecos de las cosas.
   Se detuvieron los dos amigos un momento en la plaza de la iglesia, cuyo empedrado de guijarros manchaba a trozos la hierba verde. La pálida luz eléctrica brillaba en los negros paredones de piedra, en los saledizos, entre los lambrequines, cintas y penachos de los escudos labrados en los chaflanes de las casas.
   —¡Eres muy valiente, Juan! —murmuró Martín.
   —¡Bah!
   —Sí, muy valiente.
   Sonaron las horas en el reloj de la iglesia.

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