sábado, 16 de abril de 2011

PRENSA. "Rostros de lo sucio", por Manuel Rodríguez Rivero

Manuel Rodríguez Rivero

   En "El País":
Rostros de lo sucio


MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 13/04/2011

   Como ocurre con la belleza o la fealdad, la percepción de la suciedad y de su antónimo, la limpieza, ha variado con el tiempo. Una estupenda exposición organizada en Londres por la Wellcome Collection refleja la ambivalente fascinación que sobre el imaginario occidental ha ejercido lo sucio. Su mismo título -Dirt: the filthy reality of everyday life-, que podríamos traducir como Suciedad: la asquerosa realidad de la vida cotidiana, es suficientemente ambiguo, de modo que en la muestra se consideran aspectos que van más allá de los meramente higiénicos, médicos o profilácticos, para adentrarse en el territorio de la ideología, la religión o la moral.
   Nuestro concepto de higiene no tiene una larga historia. Ni siquiera el agua, elemento imprescindible en la erradicación de la inmundicia, gozó siempre de la actual consideración, como indica la proverbial y documentada renuencia al baño de algunas célebres reinas de los siglos XV y XVI. Y es que lavarse -una costumbre más practicada en Oriente- implicaba abrir los poros, privarlos de sus protecciones "naturales" y aumentar la exposición corporal a las miasmas invasoras, a los efluvios de la enfermedad y de la peste. Claro que lo impuro podía llegar también de dentro: el pus, las heces, la sangre menstrual eran otras tantas manifestaciones de lo inmundo.
   La higiene fue un gran invento de la burguesía. La pintura holandesa del XVII abunda en escenas de interior que muestran a mujeres limpiando suelos. Y fue también un holandés, Antoine van Leeuwenhoek, quien descubrió -observando a través de su microscopio los restos que se había extraído de entre los dientes- unos pequeños organismos vivos a los que llamó animálculos: así nació la microbiología. La cultura de la higiene, sostenida en el horror a lo impuro, constituye hoy un lucrativo negocio global. Del jabón a los detergentes más perfumados (lo sucio "huele", es decir, huele mal), la industria de la limpieza explota nuestros más atávicos miedos a lo sucio, que es -como explicaba Lord Chesterfield en una de sus famosas cartas a su hijo- lo que está "fuera de lugar".
   La literatura y el arte también han reflejado de diversos modos nuestro antiguo horror a la mugre. Dickens, por ejemplo, caracteriza al Támesis en la novela Nuestro común amigo como un auténtico río de muerte, mierda e inmundicia, trasunto de la corrupción moral de sus personajes. La exposición no incluye, sin embargo, piezas significativas de artistas contemporáneos como Piero Manzoni, que enlató 30 gramos de sus propios excrementos en su obra Merda d'artista, o de Joseph Beuys, que expuso en vitrinas la basura que obtenía barriendo en lugares simbólicos de las ciudades.
   La limpieza puede ser también una cuestión de clase. Los ricos y cultos suelen ser más limpios, pero los encargados de suprimir la suciedad no son precisamente los privilegiados. Limpian los más pobres, las mujeres, y los inmigrantes, lo que suscita acuciantes reflexiones sobre clase, género y etnia. La suciedad y la limpieza se trasladan también al plano simbólico. Lo sucio es lo intocable: los dalits para el hinduismo. Para los nazis, los judíos eran "piojos", individuos inmundos que había que aislar y exterminar porque contaminaban a la raza elegida: el Holocausto fue la más brutal y gigantesca operación de limpieza étnica de un siglo pródigo en ellas.
   Y, sin embargo, no podríamos vivir sin lo sucio: al final del recorrido propuesto, la exposición apunta a que quizá hayamos ido demasiado lejos en la persecución de la suciedad. Por eso los inmunólogos previenen acerca del peligro -especialmente para los niños- de vivir en entornos obsesivamente limpios. La compulsión higiénica acaba con las defensas naturales: de ahí, quizá, que en nuestro tiempo proliferen las alergias. Respecto a la suciedad moral, los remedios son más complicados, aunque también recurramos al agua. A veces, tras una experiencia desagradable nos damos una ducha, esperando en vano que limpiando el cuerpo nos purifiquemos por dentro.

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