jueves, 31 de mayo de 2012

PRENSA CULTURAL. "Verne como educador", por Manuel Rodríguez Rivero

Manuel Rodríguez Rivero

   En "El País":
Verne como educador

Manuel Rodríguez Rivero 23 MAY 2012

   La colección de 'La Pléiade', el más respetado panteón de la literatura francesa, ha dedicado dos volúmenes (unas 3.000 páginas en semibiblia) a cuatro de las novelas de Julio Verne (1828-1905) incluidas en el extenso ciclo narrativo Viajes extraordinarios, que es el nombre que impuso el editor Pierre-Jules Hetzel a toda su producción literaria. Se completa de este modo la reparación del reiterado malentendido que propició que la obra del autor francés más popular y traducido haya sido considerada con inequívoco desdén por gran parte de la crítica “seria”, que la ha relegado durante demasiado tiempo al condescendiente purgatorio de las obras “menores” y las lecturas adolescentes.
   Dejando a un lado la consideración de que, frente a la actual producción literaria orientada al consumo adulto, las novelas de Verne ofrecen un sorprendente y estimulante nivel de elaboración narrativa, lo cierto es que también han servido para que varias generaciones de adolescentes experimenten el inefable (e intransferible) poder de la literatura. Verne ha sido probablemente el novelista por el que más jóvenes han perdido el sueño, y el que ha conseguido con más rotundidad que, durante el tiempo de la lectura, el mundo exterior se disolviera ante el poder de atracción y la más sólida presencia de otros que, a pesar de sustentarse en el artificio, adquirían mayor solidez. Con Verne descubrimos, mucho antes de que Henry James lo formulara estupendamente, que lo que en la vida es despilfarro y caos, en el arte es orden y discriminación.
   Se han publicado muchos libros para explicar el modo en que sus obras han moldeado nuestro imaginario. Representante de una generación que creía en el progreso sin fin y seguía apasionadamente en la prensa las hazañas de los exploradores que ultimaban el conocimiento del planeta, Verne supo utilizar los descubrimientos de los grandes científicos, inventores, geógrafos y viajeros de su tiempo (de Darwin a Pasteur, de Maxwell a Edison, de Reclus a Speke o Livingstone) para dar consistencia a la realidad física del mundo sin destruir el misterio que alberga. Deseaba parecerse al educador que instruye deleitando, pero su pedagogía no era la del profesor, sino la del hechicero que reencanta el mundo. Sartre, uno de sus lectores adolescentes, se refería a su método en Las palabras: “en los instantes más críticos suspende el hilo del relato para ofrecer la descripción de una planta venenosa o de un hábitat de indígenas”.
   Pero Verne también fue un consumado creador de personajes. La mayoría de ellos están desprovistos de las profundidades psicológicas propias de la novela decimonónica, pero no la necesitan. Podrían considerarse “planos” (flat) según la célebre taxonomía de Forster: aquellos que pueden ser caracterizados en muy pocas frases, algo en lo que también Dickens era un maestro. De entre todos los personajes de Verne, Nemo (“Nadie”: se presenta igual que Ulises a Polifemo) es el que sigue siendo mi favorito. Se trata de un héroe oscuro e inteligente, moralmente ambiguo, capaz de compadecer y de aniquilar, explorador y científico (condensó en el Nautilus el saber más avanzado de su tiempo e, incluso, del que iba a venir), filósofo y amante del arte, reformador con huella sansimoniana y, a la vez, olímpico aristócrata; romántico, audaz, atormentado por algo que no llegamos a saber muy bien en qué consiste, pero intuimos terrible. Y, como el hombre libre de Baudelaire, adora el mar, del que obtiene todo lo necesario (incluido tabaco) para él y para sus seguidores. Sabemos poco de él (se desvela algo más en La isla misteriosa), pero con lo que conocemos ya es suficiente para convertirle en mito. He vuelto a frecuentarlo estos días con admiración y agradecimiento retrospectivo. Y, es verdad que, como leer consiste en haber leído, ahora dispongo de herramientas para contextualizarlo y entenderlo mejor. Pero las cambiaría con gusto por revivir mi primer encuentro con él: aquella alegría estupefacta y estimulante que provoca el inesperado descubrimiento de la literatura.

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